Mi nombre es Victor Felipe Guevara Cruz. Hace poco leí en Internet una mención sobre un tema paradójico. Fue publicada una pequeña añoranza diacrónica de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, específicamente del auditorio Ché Guevara o Justo Sierra; quedé estupefacto, pues parece muy cierto que este recinto tan concurrido en años pasados se encuentra actualmente inmerso en un estado de espantoso y —si se me permite la aseveración— sumamente estúpido abandono.
Yo soy estudiante de Literatura en la Facultad y lo que sucedió —que motiva este comentario— fue que no hace mucho se presentó en un pequeño espacio, en lo que fuera el escenario del teatro Justo Sierra, una puesta en escena: La fe de los cerdos; a la que interesados, morbosos y teatrófilos espontáneos acudimos por igual para terminar sentados en el suelo, o en las escaleras improvisadas que conducían a los pocos asientos también improvisados de un pequeño teatro no menos improvisado que lo anterior. Así, inmersos en el mundo de "la improvisación" pudimos disfrutar sólo parcialmente de la obra debido a una razón muy simple. Al lado del teatro improvisado, tras la delgada pared de tela que divide a los dos grandes grupos de la humanidad (dominadores y dominados), en el verdadero teatro cuyo proscenio bien bastaría para representar una obra en un acto ante muchos más espectadores de los que no imaginaron alcanzar lugar en el improvisado espacio del que hablé, se erguía una fiesta, patética de tan ominosa, organizada por los ocupadores del recinto, “luchadores sociales” que cobraban 10 pesos por entrar a la reunión, cuya emisión sonora y olor a mariguana traspasaba las paredes de nuestro pequeño santuario. Toda una desgracia deliciosa en extremo, pues por momentos resultaba más fácil escuchar la voz de Rocco cantándonos seductoramente Kumbala bar al oído, o las estridentes catalogaciones sexuales de Molotov “¡Puto! ¡Puto!”, que centrar nuestra atención en lo que veíamos.
Lo anterior pues, para decir que esto es indignante; paréceme (a mí y a otros miles de estudiantes anónimos) una desenmascarada falta de respeto con dos agravantes. Uno: el interrumpir u obstaculizar alguna vez el desarrollo de una obra de teatro en un espacio que fue concebido originalmente para eso. Dos: el utilizar para fines tan mundanos y particulares un recinto que para nosotros, los universitarios, debiera ser sumamente respetado por sus enormes trascendencia y presencia en la historia contemporánea de la universidad. Definitivamente hemos caído en excesos y deformaciones denigrantes.
Es alarmante que la incivilidad del olvido se esté apoderando de este asunto y que el delgadísimo hilo de la memoria lo permita, pues parece que nadie recuerda que la Facultad y algunos de sus estudiantes necesitan verdaderamente de ese espacio. Parece olvidado que nuestra Facultad (mía, tuya, suya, de nosotros y de ustedes, no sólo de ellos) es el único lugar dentro de la universidad en donde se estudia la carrera, Literatura Dramática y TEATRO; dejando así que el recuerdo de un teatro-auditorio como El Ché sea demolido por completo y de la manera más absurda, pues tal como escribió Jorge Enrique Gutiérrez, un brillante compañero de estudio, demoler es querer olvidar lo que nos pertenece y funciona como apología de nuestra estupidez.